Por Ariel Albornoz, LATAM AI Solutions Expert en Aditi Consulting.
Cada 23 de junio recordamos el nacimiento de Alan Turing, el matemático británico considerado el “padre” de la inteligencia artificial (IA). Más allá de su heroica contribución al descifrar el código Enigma nazi durante la Segunda Guerra Mundial, Turing nos legó algo aún más trascendental: la pregunta fundamental sobre qué significa que una máquina "piense".
Su famoso “Test de Turing” planteaba un desafío aparentemente simple: si un humano no puede distinguir entre las respuestas de una máquina y las de otra persona, ¿podemos considerar que esa máquina es inteligente? Durante décadas, esta prueba se convirtió en el estándar para medir la inteligencia artificial.
Pero hoy vivimos una paradoja: sistemas que hace una década habrían superado con creces el Test de Turing ahora nos parecen primitivos. ¿Por qué? Porque nuestras expectativas evolucionaron al ritmo vertiginoso de la tecnología.
Ahora bien, un sistema que 10 años atrás tal vez hubiese pasado la prueba de Turing, hoy probablemente no la pasaría, porque en la actualidad nos acostumbramos a exigirle bastante más a la inteligencia artificial.
De ahí que estamos ante un nuevo dilema: En 2025, el problema ya no es si una máquina puede hacerse pasar por humana, sino todo lo contrario, ya que necesitamos urgentemente identificar qué contenido es artificial. Videos deepfake que ponen palabras en boca de políticos, imágenes generadas que parecen fotografías reales, textos redactados por algoritmos que imitan perfectamente el estilo humano…
Esto nos lleva a replantear el Test de Turing para nuestra era. Ya no basta preguntarse si podemos distinguir lo artificial de lo humano. Ahora debemos agregar: ¿nos gusta el resultado? ¿Lo aceptamos? Porque paradójicamente, la perfección artificial puede resultar inquietante, demasiado pulida para ser creíble.
Estamos atravesando uno de esos momentos bisagra que definen épocas. Como cuando apareció Internet y de pronto todos tuvimos acceso instantáneo a la información mundial, hoy la IA irrumpe en cada aspecto de nuestras vidas sin que hayamos tenido tiempo de prepararnos.
La diferencia es el alcance. Mientras tecnologías anteriores transformaron sectores específicos, la IA es transversal: afecta desde la creatividad hasta la medicina, desde la educación hasta el entretenimiento. Pocos ámbitos quedan inmunes a esta revolución.
Aún estamos en la pendiente ascendente de esta transformación y el legado de Turing perdura. Las herramientas actuales de IA están lejos de alcanzar su techo, y a diario surgen nuevas capacidades emergen. La pregunta, entonces, no es si estos algoritmos cambiarán nuestro mundo, sino si sabremos adaptarnos a ese cambio, y si nos sentiremos cómodos y satisfechos con esa nueva normalidad.